Por Marlon Retana
Mientras nuestro Señor Jesucristo caminaba en esta tierra, al estar en compañía de sus discípulos, les hizo una pregunta, “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?”. El texto bíblico nos da la respuesta de ellos, ya que unos dijeron que era Juan el Bautista, otros, Elías, y otros, Jeremías, u otro de los profetas. Él simplifica la pregunta, “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Simón Pedro respondió, “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. En base a esta respuesta, Jesús continua,
“… Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:17-18).
La respuesta dada por Pedro, su confesión, es la fundación de la iglesia, no Pedro. Es en este pasaje donde encontramos la palabra iglesia (traducción del griego ἐκκλησία) por primera vez en el Nuevo Testamento.
La fundación ha sido establecida, pero ¿cuándo se dio el inicio de la iglesia? Dejemos al inspirado Lucas responder a esta pregunta,
“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4).
El hablar en lenguas no es hablar disparates como algunos profesan hoy en día. Literalmente se trata de hablar otros idiomas, y lo que hizo este evento tan especial es que estos hombres no sabían hablar esos idiomas, más quienes estaban allí reunidos y los conocían, entendían claramente lo que hablaban. Quienes no lo comprendían, se burlaban pensando que quizás estaban ebrios (Hechos 2:13). Pedro, inmediatamente empezó a predicar acerca de Jesucristo a todas estas multitudes. Ese mismo día, cuando el terminó de hablar, quienes le oyeron, se compungieron [sentimiento que causa el dolor ajeno, RAE] de corazón, y le dijeron no solo a Pedro, sino a todos los apóstoles, “Varones hermanos, ¿qué haremos?”. La respuesta de Pedro fue,
“… Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:38-39).
Estos hombres que escucharon a Pedro y los apóstoles, hicieron de acuerdo con lo que fue dicho, y al recibir su palabra fueron bautizados siendo cerca de tres mil personas quienes hicieron esto (Hechos 2:41). Algo muy importante para destacar es que ninguna de estas más de tres mil personas fue añadida a la Iglesia por sí misma, si no por nuestro Señor (Hechos 2:47).
La iglesia no es nuestra, es de nuestro Señor, de allí que con tanto respeto y amor lo hacemos saber cuándo decimos que somos miembros de la iglesia de Cristo. No puedes pagar una membresía para ser parte de ella, como quien paga una cuota de inscripción en un gimnasio. Jesucristo murió en la cruz por ti y por mí, en pago de nuestros pecados, y lo que Él espera de nosotros es que escuchemos Su palabra (Romanos 10:17), creamos que Dios es quien es (Hebreos 11:6), arrepentirnos de lo que hemos estado haciendo (Hechos 17:30), confesemos que Jesucristo es el Hijo de Dios (Mateo 10:32-33), y ser inmersos en las aguas del bautismo representando la muerte, sepultura, y resurrección de nuestro Salvador (Marcos 16:16, Hechos 2:38). Una vez hecho todo esto, gozaremos de la bendición de ser añadidos a Su iglesia (Hechos 2:47), y ser llamados hijos de Dios (Gálatas 3:26-27).
Hoy tienes la oportunidad de formar parte de la iglesia de la que leemos en el Nuevo Testamento, la misma iglesia donde estos tres mil que hemos mencionado fueron añadidos por el Señor. La decisión está en ti.
Visítanos, estudia con nosotros, verifica por ti mismo que lo que hablamos es lo que la Biblia habla, no las tradiciones del hombre, no las condiciones del hombre, tampoco sus mandamientos e imposiciones, sino lo que es la voluntad y palabra de Dios.
¡Dios te bendiga!